Cuando la
gente habita una ciudad, la sociedad de consumo no descansa en su tarea de
crear necesidades, que valga la redundancia necesiten algo y para hacerlo más
fácil, inventó el shopping. Para temas de salud que le dicen, esta la mutualista,
la emergencia móvil, la farmacia en la esquina o el cajón de un mueble, con
restos de remedios,de otras recetas, que se guardan “por las dudas”. Muy diferente es allá lejos
en lo más profundo del país rural, con algunas varias décadas menos en las mochilas, de aquel tiempo por el
que en el pasado gastamos, sin shopping, sin sociedad de consumo ni cosa que se
le parezca…
Por
aquellos lugares casi al borde de la nada, en una época en que la vida daba sus
pasos más calmos que ahora, la gente también enfermaba y no había celular ni a quién
recurrir. Sin entender cómo ni desde
cuando sabían de sus “magias” ahí estaba algunos. Pasando los “ucalitos” como
en la canción de Cafrune, en su ranchito estaba Don Zoilo para golpes, tobillos
con torceduras y de esas cosas del trabajo. Por asuntos intestinales,
“empachos” de los gurises o no tan gurises, en la estancia vecina, a unas seis
leguas, había que ir a buscar a Dona Julita. O en la casa estaban los yuyos de
la madre.
Esos yuyos
eran parte de la cocina. Un amplio espacio, quincho de paja y un alero a todo
lo largo. Lugar de descanso para el mate, el café o el almuerzo o la cena en el
verano. En una madera del techo, en ganchitos de punta a punta estaba la
“farmacia”. Hojas, flores, semillas unas enteras, otras trituradas, los
pedacitos de ramas, raíces, pastos y etc. etc. Una enormidad de bolsitas, diría
Don Verídico. Todas diferentes. Armadas con trozos de telas y no había dos
iguales, recurso para saber contenido de
cada una. Eran para infusiones en agua. Caliente, tibia o fría. A veces
de un solo yuyo, o podían mezclarse.
La “doctora”
de la cocina usaba aquel acerbo de recursos, según el estado del “paciente”.
Que yuyo, que cantidad, de uno, dos o más. Además había algo especial que ella
fabricaba. En aquellos campos había muchos avestruces (ñandú decían) y cada
tanto cazaban algunos y le traían a la madre los muslos, de los que usaba carne
para milanesas. Aparte traían los buches
(estómago) para la “especialidad”, usada en indigestiones “graves”. Retiraba la
parte exterior del buche. Con suma paciencia la iba tostando, en el metal
caliente de la cocina. Al estar duro como cartón lo rompía en trocitos. Y golpeando
suave, en un cuenco, hasta tener un polvillo. Punto ese para la bolsita.
Queda
hablar de los especialistas. Don Zoilo no usaba mucha “magia”. Sus recursos
estaban en la naturaleza. Lugar para “surtirse” era el monte en el arroyito
cercano. Usaba mucho las raíces de las plantas acuáticas, que se ven en los
remansos, esas partes de aguas quietas, en las orillas. Hacía con varias como
una papilla, que aplicaba y vendaba las partes golpeadas. Usaba las
ventosas. Compresas de agua fría o
caliente. Reposo y él no se retiraba hasta que no estuviera “de alta” el
paciente. En general eran algunos días, según lo que hubiera ocurrido. Pero
todo era muy previsible. Nada “sobrenatural”.
No era lo
mismo con Doña Julita, especialista en empachos (indigestiones) y su clientela
niños o muy jóvenes. Por lo general, en épocas en que maduran las frutas.
Cuando bajaba del sulky en el que la fueron
a buscar, en su mano derecha traía su equipo de trabajo. ¿Maletín?
¿Cartera?...no…una cinta de medir que usan las costureras, esas de dos metros.
Llega donde está el enfermo, llorando en la cama y agarrando el vientre. Lo
hace poner de pié. Le da un extremo de la cinta. Le pide que lo sostenga en el
pecho, en el huequito que hay, sobre el
estomago, donde se juntan las costillas.
Ella toma
el otro extremo. Retrocede hasta que la cinta está bien tensa. Con la mano
izquierda la coloca en su codo derecho. Baja la mano. En el lugar que toca la
cinta su derecha, lo toma la izquierda y se repite la operación. Por tercera
vez la mano toca la mitad de la cabeza del enfermo. “! Qué empacho guri…! Exclama y se retira. Vuelve al segundo día y
se hace todo igual, pero la mano al final toca la nariz. Quince centímetros menos.
Y el enfermo ya no tiene cara de enfermo. Al tercer y último día, el enfermo
estaba jugando y hecho todo exactamente igual, la mano de ella toca el huequito.Ese en medio del pecho. Curado.
Finalizando
viene ahora el pago. Resulta medio curioso que tanto Don Zoilo como Doña Julita
no mencionaron algo sobre sus “honorarios”. A lo mejor fue porque quienes los llamaron no les
dijeron nada. De pronto a Don Zoilo le entregan una bolsita de tela. Saluda y
sale caminando hacia su ranchito, que está cerca. Con Doña Julita paso lo mismo
el día anterior. ¿Qué tenían las bolsitas? Para él una tira de asado y una
botella de caña brasilera. Para ella una torta como le gustaban y factura de
bizcochos en el horno de barro. ¿Dinero? No. Ocurre que en aquel lugar no había
donde gastarlo. Todo allí era trueque.
Félix Duarte
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