El ya pasaba los ochenta y su
salud no estaba mal, “aura que dice paisano”… como tal vez diría Don Verídico
en “El Resorte”… con el visto bueno del “Barcino”… aunque “la memoria cercana”,
según el médico, es normal que funcione así. La cosa es que recordaba, tal
cual, lo que ocurria en las soledades del Uruguay profundo cuando tenía seis
años, pero no el lugar en donde guardó algo hacía media hora, o un nombre en la
página anterior del libro que leía. En esos recuerdos se entretenía, con sus
vivencias de muy lejanas épocas.
Era bien negro como la noche
negra, con un par de manchas blancas en cabeza y cuello. Pelo largo. Raza
policía, así como el “Rex” de la serial.
bueno y noble como ese sabueso. Una mañana, su padre lo había dejado en
su almohada. Al despertar él, brillaban dos ojitos desde un montoncito de vida palpitante. En la
vieja estancia, anclada en la inmensidad profunda del campo, había unos treinta
perros, pero aquel “Rex” no se separaba de él. Algunos de los treinta venían a
“saludarlo” antes de salir todos, campo afuera y al trabajo.
“Rex”, él, su madre…un petizo,
muy viejo, siempre bajo el ombú ya en sus finales… y “Don Braulio” al que le
decían “el peón casero” para todo tipo de tareas, éramos los únicos
habitantes de aquella soledad, después que el grupo salía al campo y a
sus tareas. Como quedaba solo un perro hasta el regreso entrando la noche, su
madre lo bautizó “Solito”. Los días y los meses, el invierno y el verano,
hicieron de perro y él una cosa sola. Una sola respiración, una sola intención.
Se entendían con las miradas y los gestos. Así nomas era la cosa.
“Solito” y él despuntando
soledades se la pasaban en sus juegos con la flota de camiones: latas de dulce
de membrillo, con alambres por ejes y ruedas con cuatro carretes de hilo, de
las costuras de la madre, en una máquina tan antigua como la estancia. Las
corridas con el triciclo, donde él a propósito caía en el lugar de la curva,
justo donde “Solito” lo esperaba, entre los pastos, para recibirlo con su
blando cuerpo negro. Infaltables eran largas recorridas por la enorme huerta,
por los árboles frutales y sobre todo por el monte del arroyito del bajo.
El dúo era amigo de todos los
habitantes de aquellos lugares. Grandes zapos en el remanso entre los
algarrobos. Enormes arañas negras que se erizaban para saludar a “Solito” que
se les acercaba moviendo la cola. Culebras inofensivas. Aves y animalitos
menores de todo tipo, serían una larga lista. Amigos de los dos visitantes de
cada día. Una mañana el petizo amaneció muy quieto… ojos cerrados y cabeza sobre la gruesa raíz del ombú. Años después le tocó el turno al
“Solito”. Después, él se fue rumbo a la casa de un tío en Artigas. para empezar
con la Escuela. Pero su perro negro siguió vivo, en los recuerdos… tiempo
adentro… juntos en la felicidad que va con la vida.
Félix Duarte
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