En la
antigua estancia del profundo norte rural cercano a Brasil, su padre guardaba
en un galpón la más valiosa posesión. Un “Chevrolet” que si traemos a la
memoria aquella serial “Los intocables”
y los coches de Eliot Ness en el Chicago de los años 30, con su “ley seca” y al
malo Al Capone, este coche de su padre era uno venido de
generaciones muy anteriores. El punto es que unas dos veces al año aquella
antigüedad se retiraba de los tacos, que mantenían ruedas levantadas del piso.
Se “planeaba” un viaje, lo cual era infaltable tema para los dos meses
anteriores, al previsto próximo acontecimiento.
El tal
“viaje” se trataba de cruzar a Brasil y volver por Artigas y eran dos o tres
días. Lo que quedo incrustado en su memoria (y es asunto de este texto) es el
cruce del Rio Cuareim. Tenía memorizada la palabra “Cuarai” y ahora, pasado
mucho más de medio siglo, mapa mediante, recrea el itinerario. De Bella Unión
cruzaban a Quarai en Brasil y seguían a Artigas y por ahí volviendo a Uruguay.
Hoy entre Cuarai y Bella Unión hay un puente de 700 metros.
Y
ahí está el punto: Lo que él nunca pudo olvidar fue el cruce del Cuareim.
Al llegar estaban varias personas con
sus caballos. Su padre se dirigió a uno
de ellos. Conversaron. El hombre hizo señas a otro. Ambos se dirigieron a la
parte trasera del “Chevrolet”, asegurando sendos lazos al paragolpe. Su padre
puso el auto en marcha. Los hombres en sus caballos tensaban el lazo que
controlaba la bajada lenta, por un terreno inclinado muy barroso, hasta que se
detuvo en la balsa. Una persona allí desato ambos nudos de los lazos que fueron
recogidos por los dos hombres. Y la balsa dió inicio al cruce.
Al
llegar a la orilla brasileña, ya esperaban otros dos a caballos que arrojaron
los lazos a la balsa. La misma persona los anudo al paragolpe delantero. El
terreno era también barroso. A una seña desde la balsa, los lazos se tensaron.
Retrocedieron los caballos. Ayudaban al coche a subir la cuesta fangosa.
Andando el tiempo, en algún momento él llegó a saber que en aquel “viaje” pude
conocer a los “cuarteadores”. Profesión de esas que fueron necesarias en alguna
etapa de la historia. Después los puentes
se ocuparían de unir las orillas y disimular fronteras de pueblos y
países con idiomas diferentes.
Al menos los cuarteadores quedaron en
amarillentas páginas, cerca de las diligencias a las que tantas veces ayudaron…
o recordados en el tango “Los cuarteadores de Barracas” de Discepolo. La cosa
es que la vida, cuando se vuelve porfiada y se entretiene en continuar la
ineludible brevedad de la existencia de algún mono desnudo, tal como nos citaba
el notable Desmond Morris, las historias o más bien los recuerdos como estos,
contados a muchachos jóvenes de hoy, tal vez se logre una pose de actuado
interés… pero sin descuidar un instante el vital e infaltable celular de
pantalla táctil…
Félix
Duarte